30 de enero de 2013

INTRODUCCIÓN


No hago más que oír eso, que la soledad no tiene palabras y que desde que alguien nos dejó aquí no nos ha quedado otra que aprender a aprender cómo aprender. Sobre esto debo decir que no es lo que yo entiendo, es lo que es, como un pájaro es un pájaro o un espejo es un espejo, y hasta infinitos en este último caso. No puedo dejar de ser así de tajante en este aspecto por el hecho de que haya algunas personas a las que les sea completamente imposible gozar de la finitud y, aunque no sean ni mucho menos los más, quisiera advertirles –si es que algo ha hecho a alguno de ellos levantar sus ojos tristes para venir aquí– de que en esta nota no encontrarán ni un pedazo de cielo. Considero este aviso fundamental, de no ser así no hubiese gastado tiempo en aclararlo. Con todo, el motivo principal de que diga esto no es otro que mi temor personal a que alguna de esas «algunas personas» ritualice estas palabras, infundiendo en ellas un sentido que no tienen ni pretenden tener, temor que por otro lado se hace aún más grande tras haberme prometido no borrar ni una sola palabra de lo que escriba aquí, así como tampoco arrugar el papel una vez lo manche hasta hacer de él algo inservible como siempre hago después de intentar ponerme a esto. Ahora, por ejemplo, hubiese preferido no decir «ritualizar», porque sé que basta que alguna de esas personas lea esto para empeñarse en hacerlo por puro exceso. Y es que sobra decir, porque es algo que todos sabemos –al menos los que no somos como ellos–, que esas personas lo ensucian siempre todo. Desahucian constantemente la realidad gracias a esa facilidad luminosa que tienen que les permite levantar estadios de metáforas en torno a un simple trozo de madera o una cierta parte del día y, con todo, respirar tranquilas, sin preocuparse en absoluto por lo que eso supone. Por ejemplo, imagino a uno de ellos escribiendo cada una de las frases de este trozo de nada por separado en diferentes trozos de papel –cuidadosamente doblados de igual manera– con la intención de después mezclarlos aleatoriamente para dar luz a un nuevo texto tras haber atendido a la estructura integral de este y haber percibido –inmediatamente– que el uso de oraciones directas resultaría idóneo para un juego de intercambio de sentidos, lo que podría otorgar al escrito una dimensión sorprendente; u otro, que desde el principio del todo se propondría leerlo una sola vez por esa idea absurda que no se le va de la cabeza de que sólo y sólo desde la efimeridad (si es que este lugar existe) las cosas cobran sentido, y está tan convencido de que esto es así que no ha podido llorar dos veces con una misma película, ni ninguna, por cómo de obligado se siente en cada primera y última vista a estar atento a los detalles para eternizarlos. Es justo esto lo que no quiero: una servilleta sucia escrita por los dos lados, pintura acrílica en la piel. A lo que me refiero –y ya lo dejo porque no es de esto de lo que quería hablar (además de que me asusta ver cómo basta invocarles un segundo para que a uno se le llene la boca de culebras: «servilleta sucia por los dos lados»«pintura acrílica en la piel» o incluso «boca de culebras»)– es a que esas personas no tienen la culpa de nada, porque es evidente que no son como nosotros, y con «nosotros» me refiero no tan sólo a la mayoría, sino a casi todos. En este sentido, esos dos ejemplos de ahí arriba son prueba de esto que digo, por cómo se intuye en ellos el intento de algo, de resultar ingeniosos, en este caso (igualmente mi «juramento» de no eliminar nada, común jugada). Y ellos no tienen nada que ver con esto: ellos hacen, directamente. No hay intermediación alguna en todo lo que piensan o sienten. Ellos no «atrapan» los pensamientos, como se suele decir, porque o bien estos ya están en ellos o bien –no sé bien cómo– se les caen encima. Creo que este hecho, el de la falta de intermediación, es una de las razones principales de que su naturalidad resulte así de violenta. Yo, por ejemplo, –y ya entendiendo que entrando yo dejaré por completo a un lado la idea inicial de esta nota, que ya casi ni recuerdo–, acepto quién soy, a qué grupo de personas pertenezco. «Acepto» quiere decir aquí que sé que para mí será imposible hoy y nunca poder saborear a una mujer como ellos lo harán, o tener claro que por mucho que intente hablar de algo de una forma bella, mis adjetivos quedarán como pobres adornos al lado de sus brillantes ornamentas. Y digo «acepto» una vez más porque aunque no a todos lo que he escrito ahí arriba les provoque algún problema –como es mi caso–, hay otros muchos a los que sí. Yo he conocido algunos y puedo afirmar que esto es cierto. Con «he conocido» me refiero a que me cansé pronto de sus profundas confusiones y sus altos síntomas de abstracción. Esas personas, en vez de decir: «está bien, en este mundo algunos están obligados a vivir entre la maleza de su bosque gris», se tranquilizan diciendo: «pronto llegará el invierno y se enfriarán todas las gargantas por igual», al mismo tiempo que se creen capaces de decidir ser de esta u otra manera y considerar que esa decisión les pertenece, como si no pudiesen entender que en el hecho mismo de ese planteamiento están negando el resultado que ansían al bajar sus pensamientos al suelo, al arrastrarlos a la vez que los alejan del cielo llenándolos de puentes y sucias redes de alcantarillado –no debería estar diciendo esto, y menos de esta manera– que lo único que consiguen es acabar instantáneamente con la posibilidad de hacerse con el vuelo de luz que esos «algunos otros» guardan como su propio lenguaje y que es suyo y sólo suyo porque esa es la única manera de que los que lloran sigan haciéndolo y a los que les reclama la noche sin ningún pretexto todavía acepten –ciegos– la invitación de esa otra manera de morir que es lenta y se esconde desnuda entre los trapos del tiempo, gritando agua clara en vez de niebla, pidiendo que deje de haber nadie para haber alguien y por fin se eleve la hondonada hasta el nivel de los pies curando la venida de las aves enfermas ahora que el cielo ya no significa nada, ahora que volar es sinónimo de antónimo y hablar por todos es entendido por fin como la manera más sincera de verter puñados de hormigas rojas en los pulmones y al respirar respirar hormigas vacías de aire ya que nadie elige su nombre. No sé qué me pasa, no me reconozco. Yo soy yo y no otros. Eso sólo lo pueden hacer algunos. Eso sólo pueden hacerlo otros. Pero yo no soy como ellos. ¿Qué estoy haciendo?

[Mi primera publicación en papel, que data de 2009, aquí recuperada y corregida de erratas, y que abre Matiz (Poesía 2008-2020)]
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